viernes

el juguete (serie) 2

Mis dedos, ya acostumbrados al precioso espectáculo que brindaban a mis ojos, intentaron encontrar desesperadamente un elemento donde posar sus preciosas contorsiones. Yo me sentía en la soledad más absoluta: para mí, no había más que sombras entre todo mi espacio. Como si la propia oscuridad se lo hubiera comido todo, y sólo me quedara la conciencia de mí mismo. Y se combinaron en mí el deseo irrefrenable de las manos por posar algo entre sus formas, y el eterno vacío de objetos que me rodeaba, que dio como resultado una convulsión que me invadió plenos los miembros, un estallido en el que no podía controlar mis acciones, en que las manos tomaban las riendas de la razón para hacerme ejecutar los más alocados movimientos.

En esta búsqueda que manifestaban claramente, como un niño demuestra que necesita comer y llora sin descanso, con una energía que lo domina desde las entrañas que en ese entonces son tan grandes e infinitas como el universo, tanteé un bulto que mis sentidos reconocieron instantáneamente. No por tener una forma particular, sino porque supe que no era un objeto mundano, convencional, que era acaso igual a todos los demás que pude haber tocado, sino porque respondía a todas las necesidades que, sin siquiera yo saberlo, tenía mi cuerpo y pretendía satisfacer. Era contorneado, firme, acaso un tanto peludo, con una textura que a mi mano le resultaba placentera, como si hubiera hallado el lugar ideal para posarse hasta la muerte. Se paseaba en su forma que empezaba a resultarle grande, casi inabarcable, penetrada por la oscuridad que la convertía en un misterio cuyo final estaba lejos, en un plano que sobrepasaba mis acotados límites. Pero fue en aquel momento cuando mi mente comenzó a intervenir en la ya siniestra aventura de mi percepción, para reconocer al objeto en lugar de dejarlo librado a las interpretaciones. Y la palabra que vino a mis pensamientos me espantó de tal modo que por un instante tuve que apartar mi mano de él, para no sufrir la sensación de estar pensando exactamente lo que estaba sintiendo. No era una palabra siniestra, ni siquiera extraña, sino más bien lo contrario: por eso tuvo un efecto tan adverso en mí. Se refería a, quizás, la cosa más cercana que yo pudiera tener aún estando solo: el estado totalmente puro de mí mismo. Ese reflejo directo que significa la desnudez total de nuestra esencia, que nos descubre sin que tengamos la posibilidad de subjetividades o dobles disquisiciones.

La palabra era yo mismo. Juguete.

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